Lo que extraño de Bogotá

Viajar es llenarse cada día de historias e imágenes. Muchas van a ser olvidadas, la mayoría no se van a poder recordar con nitidez, y hay otras que van a volver a la memoria de la manera y en el momento mas inesperado.

En esa medida, viajar tambien es llenarse de nostalgia por lugares y personas que acompañaron cierta situación, y eso fue lo que me pasó hoy cuando vi el video de la canción «Deja» de Sidestepper.

Inevitablemente recordé ese bar donde graban el video (no me acuerdo del nombre) y la música que ponían, y los personajes que uno veía ahí, que a la 1:00 a.m cruzaban La Séptima, para comprar Todo Rico en la tienda de la bomba. Algunos de esos personajes eran los mismos que uno se encontraba rumbeando en El Chango, Café Cinema, Gato Naranja, Barbe, Casa Babylon, Congo o Natural (o en su defecto, en la tienda de doña Esperancita).

Gracias a ese video recordé a Bogotá tal y como me gusta, tal y como yo la veía en esos días fríos y lluviosos cuando estaba en la universidad, y me iba sola, o con algún amigo igual de desocupado que yo a caminar por Chapinero y el Centro después de clases, con las manos en los bolsillos, en busca de todo y de nada, sólo por el placer de andar, de conocer nuevos rincones, nuevos grafittis y nuevos sabores.

Por ejemplo, me acordé de la panadería cerca de la 53 con Séptima donde comía pan de bono y tinto. Y por ahí derecho, de la tienda de la 45 y su rockola. De las pizzas de masa gruesa donde el Vecino, cerca de la Piloto. De 4 parques un viernes a las 4 de la tarde, repleto de primíparos y punks. Del mural grafiteado de la 34. De los skaters en el Parque Nacional. De las ferias artesanales de la 32. Del parque de la Independencia y las Torres de Salmona, donde siempre soñé vivir. De las exposiciones del Mambo y las cervezas en algunos de los cafés de Terraza Pasteur, antes de que los cerraran.

También me acordé del mercado de las pulgas los domingos, que tanto me gustaba fotografiar, y las tardes de películas en la Cinemateca. Del sabor de la cazuela de mariscos de la Pescadería de la 22. De la panadería La Florida y su inigualable tamal con chocolate. De los caricaturistas del parque de las Nieves. Del ya extinto «hueco de las corbatas». Del local de John Jairo al lado de Facol, donde he comprado películas desde hace unos 8 años, y nunca, nunca me ha decepcionado.

De los toques en la Media Torta, y de los malabaristas ensayando en el parque del eje Ambiental. De las citas en la esquina de CityTv. Del tinto de Café Pasaje. De los tequilas en la tienda de doña Ceci (ese mundo paralelo donde puede sonar una canción del Binomio de Oro después de una de Slayer). De La Peluquería, del Chorro de Quevedo y sus bares bohemios, llenos de hippies, metaleros, extranjeros y hasta oficinistas.

De las exposiciones de arte en la Gilberto Alzate Avendaño. De la Hemeroteca de la Luis Ángel Arango, el mejor lugar del mundo para sentarse a leer. De la vista de la ciudad desde la terraza del Centro Cultural García Marquez. Y como no, también de la plaza de Bolívar y el señor que le toma fotos a los niños encima de una llama.

Uno nunca cree que va a extrañar cosas como esas, pero sí. Uno cree que no son nada especial, pero sí que lo son.

Afortunadamente, siempre se puede volver.

Primer día en China

Apenas aterricé en Beijing sentí una sensación desconcerante. Como una mezcla de  miedo y ansiedad por hacer todo bien y no meterme en problemas, como siempre lo hago, pues no quería terminar en el programa «preso en el extranjero» o algo similar debido a algún error estúpido. 

Quería con todas mis fuerzas recoger la maleta donde era, responder correctamente cuando me preguntaran el motivo de mi viaje, y que alguien me estuviera esperando afuera del aeropuerto y me reconociera. Y sobretodo, esperaba que ese alguien no fuera un sicópata, entendiera lo que yo decía, y me llevara sana y salva a donde tenía que ir.

Era la primera vez que salía oficialmente de Colombia, y deseaba que el mundo no me tragara, porque si todo salía mal ya era muy difícil echarme para atrás, devolverme o buscar ayuda en un lugar donde no entendía ni una sola palabra hablada o escrita. Donde toda la gente se veía tan diferente a mí.

Afuera del aeropuerto me estaba esperando  un chino mas alto y acuerpado del promedio, vestido con camiseta y bermudas, y tenía un cartel con mi nombre. Nos presentamos, me dijo que se llamaba Guo, y me ofreció una botella de té frío que no me quise tomar (por miedo a que me emburundangaran o algo así). Llegamos a su carro y antes de subirme les tomé un montón de fotos a él y a la placa con puras excusas pendejas, siguiendo los consejos que mi hermano me dió después de que vió una película que se llama Búsqueda Implacable.

Ya en el carro, empezamos a hablar en inglés las cosas típicas cuando uno acaba de conocer a alguien; y después, cuando pensé que me iba empezar a preguntar sobre los famosos problemas de narcotráfico de Colombia, me fué soltando un «Do you like soccer?» 

-Of courseeee!- le grité, y me dijo emocionado que había visto cada partido del Mundial, y que era fanático de la Selección Colombia, que le gustaba mucho como jugaba «James Lodliguez», que era gol de Yepes,  y que Brasil nos había robado el partido. Incluso, me enseñó dos o tres palabras en mandarín para referirnos al arbitro. (De hecho, el me  ha enseñado casi todo lo que sé del  idioma, porque es mi profesor de mandarín).

Resulta que los chinos, (y en especial, Guo) son muy aficionados al fútbol, incluso le pagan frecuentemente a los ganadores de la Champion League y a los mejores equipos del mundo para que vayan a jugar al estadio de Beijing.

Luego de más o menos una hora de camino viendo edificios impresionantes, semáforos raros, uno que otro carro que parecía salido de una tira cómica, carriles grandísimos para bicicletas, y carteles y vallas que no entendía (lo cual me hacía prácticamente inmune a cualquier aviso publicitario), llegamos a unas oficinas que quedaban en un barrio con unos callejones muy angostos y como en obra gris. Eran los típicos hutongs chinos, que en ese momento me causaron un poco de miedo, pero que ahora amo recorrer y fotografiar cada vez que tengo la oportunidad.

Ya en las oficinas, me recibieron dos chinas jovenes y amables, que en un gesto de ternura y curiosidad, lo primero que hicieron fue cogerme la cara y el cabello, y darme un «Welcome!» con una gran sonrisa. Después, me invitaron a almorzar a un restaurante cerca y pedí noodles,  porque me daba miedo comer algo desconocido para mi, como lo que ellas me ofrecían insistentemente de su plato, algo que parecía un burrito, y que casualmente estaba hecho con carne de burro.

 -«No, thanks».

Una hora después, una de ellas me acompañó a la estación del tren para irme a Cangzhou.  El lugar estaba muy lleno de gente, que con total frescura trataba de meterse sin hacer fila para pasar los torniquetes. Parecía un comportamiento completamente normal entre ellos, y la verdad para mí no es que fuera tan extraño.

Entonces ahí continué sola con mis maletas hasta que encontré mi  tren, pero antes de subirme paré un momentico para tomarle una foto a la estación. Es que era la primera vez que estaba en un lugar como ese, y me pareció muy cinematografico. Me imaginaba montones de despedidas románticas desde la ventana (eso pasa por perder el tiempo viendo tanta película) y me encantaba como lucían los guardas uniformados ahí, tan serios e inamovibles al frente de cada vagón.

Ya en el tren todo el mundo me miraba, algunos murmuraban, y yo no entendía nada. Al comienzo me sentía incómoda y me daban ganas de gritarles «que, soy o me le parezco?», pero a la media hora me dejó de importar, y afortunadamente me acostumbré rápido, porque era una escena que se iba a repetir cada día desde ese momento.  Después de dos horas y media de recorrido, un señor me dijo a punta de señas que ya era momento de bajarme.

Una mujer muy amable que me vió muy encartada me decía «don woly, don woly» mientras me ayudaba a empujar las maletas hasta la salida de la estación, donde me esperaba Liu con un cartelito. Luego de saludarlo me dí cuenta que de inglés solo sabía un par de palabras muy mal pronunciadas, y que todo en los próximos meses iba a ser un poco más complicado para mí de lo que imaginaba.

Me subí en su camioneta BMW automática, y después de una hora de recorrido (parece redundante, pero todo en China se me hizo tan lejos) llegamos a un restaurante elegante en donde habían varios platos exhibidos. Él me hizo señas de que escogiera lo que me gustaba y sin dudarlo escogí pescado.

Después de cenar llegamos a unos edificios a las afueras de Cangzhou cuyos interiores, al igual que los hutongs, parecían en obra gris, y no combinaban para nada con la camioneta. Sin embargo, cuando abrió la puerta de su apartamento todo volvió a tener sentido. No sé a que se debe el poco interés de los chinos en pintar las fachadas y los interiores de algunos edificios residenciales y casas, pero contrastan  arbitrariamente con los imponentes edificios corporativos que se ven por aquí.

Entonces me presentó a toda su familia,  y me mostró mi cuarto. La cama, el baño, todo me pareció gigante, y hasta excesivo. Como ya era de noche, me sugirió que descansara y me acostara a dormir, que mañana hablábamos bien.

Ya han pasado tres meses desde ese dia, y lo que en ese momento me pareció completamente extraño e intimidamente, hoy es solo una de las muchas anécdotas inverosímiles, duras, chistosas y también encantadoras que me ha regalado China.  Un lugar, que  me ha hecho retarme cada instante conmigo misma, y entender el mundo de un modo diferente: imposible si no, pues vivir con una familia china que no habla inglés, en una pequeña provincia musulmana donde uno es el único extranjero puede ser una experiencia tan extrema como enriquecedora para cualquier persona como yo, que viene del otro lado del mundo.

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Abandonando la vida de oficina

Hace casi dos meses le dije adiós a una etapa muy importante y bonita de mi vida: La de planner digital.

Debo admitir que no fue nada fácil renunciar, porque si bien la vida de oficina en el gremio publicitario es dura, de horarios extendidos, ppts interminables y regaños del cliente, también es muy divertida. De las cosas que más extraño están los almuerzos de cumpleaños, las fiestas y los regalos de los medios, jugar rana o tiro al blanco en la oficina, salir a beber los viernes, el trabajo en equipo para sacar adelante las campañas, y el reto que suponía en sí aumentar las ventas del cliente.

Era bonito sentirme parte de algo que se convirtió en una familia, con la que reí, peleé, y hasta lloré; también disfrutaba mucho mi rutina diaria, y claro, gastar mi dinero en lo que primero se me ocurriera (y esa es una sensación muy poderosa y tranquilizante).

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El día de mi despedida

Sin embargo, siempre tenía en la cabeza varias preguntas que no podía ignorar, como por ejemplo: realmente amo lo que estoy haciendo? realmente aquí es donde quiero estar, o solo es donde debería estar? Lo que estoy haciendo ahora me está llevando a donde quiero estar mañana? Y mis respuestas casi siempre apuntaban a que no estaba satisfecha.

No sé si esto le pasa a mucha gente, o soy yo que me complico mucho, y le doy muchas vueltas a todo. De cualquier manera, aún no me explico cómo uno consigue el puesto que quiere y empieza a crecer profesionalmente, hasta que un día cualquiera reconoce que lo que estaba haciendo no es lo que quisiera hacer por el resto de su vida. Ni siquiera por los próximos dos años.

Creo que mas allá de tener un problema con el hecho de trabajar en una oficina, siempre tuve latentes varios dilemas con la forma en que tenía que desempeñar mi trabajo, y muchísima curiosidad por conocer otros estilos de vida y aprender sobre otras cosas, pero me costaba admitirlo, sobretodo, cuando me empezó a ir bien, y cuando empecé a comprar todas las cosas que quería. Sin embargo, fué inevitable empezar a compararme con algunas personas con las que trabajaba, y veía que realmente amaban lo que hacían, que les apasionaba ser los mejores, eran muy competitivos y tenían una proyección y una visión muy clara sobre su vida laboral. Para ellos, todo tenía sentido, y sus motivaciones eran más grandes que sus peros.

Ahí fue cuando  finalmente pude entender eso de que “el mundo necesita gente que ame lo que hace”, y yo definitivamente no lo amaba lo suficiente, porque todo el tiempo sentía que me estaba perdiendo de un montón de cosas, y temía seguir avanzando por esa trayectoria, hasta que ya no pudiera retroceder ni salirme de esa ruta.

Por eso necesitaba parar un momento y pensar realmente lo que quería hacer con mi vida. Y sin dudarlo, y casi con descaro, la respuesta instantánea fue: viajar. 

Sin embargo, no es el tipo de respuesta que le resuelve a uno el “destino” automáticamente, sino todo lo contrario: no supone un rol, ni un crecimiento laboral, ni un ingreso económico. Ni siquiera una estabilidad emocional, incluso significa de alguna manera abandonar lo mucho o poco que se haya construido a los 27 años (que según las mamás son casi 30 y es edad de «sentar cabeza»).

A pesar de todo eso, y sin importar si es el peor momento posible, a veces es preferible tomar riesgos y liberarse de viejos miedos, e irse al otro lado del mundo sin saber con lo que se pueda encontrar y sin tener la vida resuelta, que permanecer en un lugar que ya no es su lugar.

Ahora, aquí en China, admito que extraño muchas cosas y a veces me da mucha nostalgia un abrazo de mi mamá o una cerveza con mis amigos, pero creo que ha valido la pena cada segundo, y que los aprendizajes que he tenido han superado todas mis expectativas.

Desde un simple plato de comida, hasta la estatua mas imponente de un templo budista, todo ha sido un descubrimiento casi mágico. Incluso, el hecho de vivir con unas personas que tienen unas costumbres muy diferentes a las mías me ha enseñado cosas que nunca esperé.

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Templo Lama

Estar aquí también ha significado sentir que cualquier cosa es posible, y que uno nunca tiene nada seguro en la vida, ni siquiera cuando hay de por medio un contrato a término indefinido en una gran empresa. En esa medida, uno de los mejores aprendizajes ha sido vivir el presente al máximo, disfrutando cada segundo, cada imagen, cada sensación, porque no se si algún día pueda repetir este viaje.

Creo que una de las cosas mas importantes de este cambio de estilo de vida es que mi percepción del dinero cambió mucho, y aunque sigue siendo un asunto que me preocupa, me di cuenta que está en todas partes, que es relativo, que va y viene, que vale mas aquí y menos allá, y sobretodo, que es un medio, no un fin. De hecho, China me ha demostrado que hay muchas formas de conseguirlo, sólo que la mayoría de nosotros conocemos muy pocas, como trabajando de 8 a 5 en una oficina, por nombrar una.

Por otro lado, también ha sido tranqulizante entender a través de este viaje, que no importa el lugar donde uno esté, nunca va a empezar de cero, ni va estar completamente a la deriva, porque todo lo que uno sabe y lo verdaderamente importante que ha construido siempre lo acompaña, y hace parte de uno, y por eso siempre esta a la mano, incluso las personas, la familia. Lo que pasa es que ahora se empieza a aprender y a construir de un modo diferente.

Por eso y por mucho más,  aún no sé cuando regrese a mi país y vuelva a retomar mi vida de oficina. Lo único que sí sé es que quiero estar aquí y ahora con todo lo que eso implica (y complica), que viajar es la mejor inversión del mundo, y que lo voy a hacer hasta cuando me sea posible.

El Púlpito del Diablo y un infierno Dantesco

Creo que todos alguna vez en la vida nos hemos enfrentado a un reto enorme, similar a las montañas de la Sierra Nevada del Cocuy. Y es que precisamente, hay algunos viajes que no son memorables por haberse convertido en un rato de descanso y relajación, sino todo lo contrario, por llevarnos al límite de nosotros mismos.

En esta ocasión, tuve el placer de recorrer Boyacá con 7 amigos, hasta llegar al Cocuy, un pueblito pequeño y hermoso desde el cuál partimos a la Sierra Nevada, con la idea de subir al Púlpito del Diablo (5.100 msnm), uno de los picos más altos del lugar; sin embargo, la mayoría no sabíamos realmente a  lo que nos ibamos a enfrentar.

De hecho, nuestro atuendo no era el más especializado que digamos. Por eso, en vez de chaquetas acondicionadas y botas para escalar, varios solo teníamos sacos, gorros y guantes de lana e impermeables plásticos. La verdad, es que nos veíamos bastante graciosos, pero eso era lo de menos, porque lo que importaba era cubrirnos del frío y la lluvia lo mejor posible.

Creo que en realidad, muchas cosas se volvieron lo de menos en ese viaje, porque las  condiciones nos obligaron a resolver solamente nuestras necesidades mas básicas, y a deshacernos de un montón de paradigmas, comodidades y accesorios que allá no sirven sino para estresarse. Por ejemplo, hay que olvidar como luce el cabello, y no se puede comer todo lo que uno quisiera, o lavarse los dientes todas las veces que uno debería. Uno no puede dormir tan cómodo ni tanto como esperaría, y mucho menos, puede conectarse a un aparato  electrónico.

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foto por: Katerine Gamba

Eso, de alguna manera es liberador, porque al invertir los valores que uno suele darle a sus “prioridades” en otro contexto, se da cuenta, que en realidad, podría vivir muy bien sin ellas, o no son tan indispensables como parecían.

El tema de la adaptación del cuerpo en situaciones exigentes como estas también es un gran reto, especialmente para los oficinistas como yo, que pasamos todo el día sentados frente a un computador o en bus. Por eso fueron muy importantes las caminatas que hicimos para “aclimatarnos” durante los días previos al ascenso al pico.

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 Y finalmente llego el gran día de enfrentarnos cara a cara con el Púlpito del Diablo. Creo que debido a su nombre, me imaginé todo el tiempo inmersa en la Divina Comedia, atravesando por diferentes etapas de la caminata, que me empeñaba en ver como los círculos de un infierno Dantesco. Desde las etapas planas y tranquilas, hasta las resbaladizas y frustrantes, pasando por las empinadas y agotadoras, hasta las que parecían eternas. Eso sí, el paisaje lo valía todo.

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Después de aproximadamente cinco horas, llegamos a un asentamiento donde empezaba el verdadero reto: suber un cerro que se veía supremamente alto y vertical, y que tenía incrustadas unas rocas gigantes.

 De solo verlo, casi salgo a correr, pero confieso que fue la parte que más disfruté porque tocaba usar pies y manos para poder subir.

 Cuando llegamos arriba, se empezó a sentir el cansancio y la falta de aire por la altura. Precisamente, mi amiga Diana, de Medellín, fué la que mas sufrió en todo el recorrido con este tema, y por eso el grupo se dividió desde el comienzo en dos. Atrás ibamos a un paso mucho más lento Diana, Sebastián (el que más experiencia tenía del grupo), un guía y yo, que quería estar pendiente de mi amiga.

Y en este punto las cosas se pusieron un poco desesperantes, pues empezó a llover, y tuvimos que sentarnos en unas bolsas y cubrirnos con un impermeable mientras escampaba y se despejaba el cielo para poder seguir. El problema era que quedarnos quietos ahí y con los guantes mojados, o sin guantes, era experimentar un frío casi insoportable.

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 Por eso, cuando escampó un poco, Diana decidió devolverse con el guía, además le estaba faltando el oxígeno y las cosas podían ponerse peor si continuaba subiendo. Sin embargo Sebastián y yo seguimos solos al mejor ritmo posible, en medio de unas losas de piedra muy resbaladizas (mejor dicho Sebastián me llevó casi arrastrada a su paso, porque yo me sentía muy fatigada por la altura).

 Poco a poco fué cambiando la textura de las losas, y ya no eran grises sino amarillentas, y cada vez era mayor la neblina. Cada vez se iba quedando más gente en el camino. Ahí fue cuando realmente experimenté un pequeño infierno en mi cabeza, desesperada, rodeada de almas en pena y guiada por Sebastián.

 Afortunadamente, no tardó mucho en despejarse el cielo y vimos al majestuoso Púlpito a lo lejos. Eso fué como una bocanada de oxígeno que 15 minutos después nos permitió tocar la nieve, lo cuál, realmente fue un momento sublime para mi en muchos sentidos. En primer lugar, porque no conocía la nieve, en segundo, porque era increíble lo que tenía ante mis ojos, y en tercero, porque no había sido fácil llegar, y lo había logrado con la invaluable ayuda de Sebastián.

Foto por: Katerin Gamboa

Foto por: Katerin Gamba

 Definitivamente, con esta experiencia entendí al pie de la letra ese dicho de que sólo sabes lo que es ser fuerte, hasta que ser fuerte es tu única opción, porque aunque el cuerpo no diera más, no habia opción de parar o devolverse, especialmente en la tarde, cuando ya era mucho el cansancio acumulado (ese día caminamos aproximadamente 12 horas). En esos momentos, lo realmente clave es tener control de la mente, para que motive al cuerpo avanzar, porque de lo contrario se convierte en un lastre muy pesado de cargar. Lo digo, porque a pesar de que conozco a mucha gente que ha subido y que mis compañeros tuvieron una mejor experiencia en términos generales, a mí me costó bastante llegar a la cumbre, y por eso fue tan significativo para mí.

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Lo mas curioso después de esta experiencia, es que no sentí la típica “depresión» post viaje, que queda cuando uno vuelve de la playa a trabajar. Por el contrario, volví a la oficina motivada, renovada, y con ganas de esforzarme más; quedé con una sensación de que en la vida no todo es tan fácil, pero eso no le quita encanto, es sólo que a veces las cosas que más cuestan, dan muy buenas recompensas.

Puebliando por Colombia

«Puebliar» es un excelente ejercicio para salir de entornos  que son comunes y casi genéricos para las personas como yo, que vivimos en una ciudad, como por ejemplo las avenidas con trancones llenos de carros de las mismas marcas, los restaurantes de comidas rápidas con el mismo sabor y la misma decoración, y centros comerciales con los mismos pasillos, entre otras cosas (sin desconocer que todas las ciudades tienen lugares maravillosos para conocer).

En contraste, la mayoría de pueblos que conozco tienen una atmósfera especial y una belleza auténtica dada por la tradición, pero sobretodo, permiten un estilo de vida mucho mas tranquilo que se resiste con algo de heroísmo al paso del tiempo. Ese heroísmo radica en que siempre se suele asociar estrés con progreso, velocidad con productividad y calidad de vida con consumismo.

En ese sentido, muchos personas que conozco desprecian el «atraso» de los pueblos precisamente porque no pueden desplazarse por una gran avenida, porque no tienen tantas opciones para hacer compras y porque comer algo típico les resulta mucho más exótico que ir a Mc Donalds. Así mismo,  no encuentran gracia en despertar con el canto de un gallo o en el olor a campo de una plaza de mercado. No se preguntan tampoco cuánto tiempo tomó realizar esa artesanía que compraron.

Pero si bien, la vida en una ciudad suele ser mucha mas práctica y ágil, no necesariamente es mejor, y aunque los pueblos pueden parecer un poco anticuados y aburridos para un citadino, a veces se vuelve completamente necesario bajar el ritmo, volver a lo simple y sentarse en el parque  de un pueblo toda una tarde, a ver pasar la vida sin ningún afán o pretensión.

Aquí, cinco hermosos pueblos de Colombia para hacer ese ejercicio:

1. Guatapé (Antioquia)

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Me encanta Guatapé porque tiene una arquitectura muy creativa y original. Me gustan las combinaciones de colores fuertes que tiene cada fachada, y los diseños de los zócalos, porque hay un motivo único para cada casa. Además, el pueblo está en frente de la represa de Guatapé, que es un lugar hermosísimo.

2. Villa de Leyva (Boyacá)

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Me gusta Villa de Leyva por la paz que transmite y por la belleza de la plaza principal, hecha completamente en piedra. Admiro que a pesar de ser uno de los destinos favoritos de muchos bogotanos, ha conservado su originalidad (sin querer parecerse a una pequeña ciudad llena de comercio). También me gusta la dinámica cultural que tiene, los hostales típicos, el festival de Cometas en agosto, y el Festival de Luces en Diciembre.

3. Santafé de Antioquia (Antioquia)

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Lo que más me gusta de Santafé de Antioquia es que es un pueblo cinéfilo. Cada año se realiza en este pueblo un Festival de Cine que ha tomado mucha fuerza y ha traído invitados internacionales muy importantes, además también se realizan proyecciones de películas al aire libre en el parque Santa Bárbara varias veces al mes. Y me gustan muchísimo los enormes ventanales de todas las casas y las fachadas en piedra.

4. Raquira (Boyacá)

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Raquira es un pueblo boyacense dedicado a la artesanía por excelencia. Me gustan los mercados llenos de colgantes y todas  las cosas hermosas hechas a mano que se pueden encontrar allá. También tiene una arquitectura muy linda con balcones muy  coloridos.

5. Marsella (Risaralda)

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Marsella es un pueblo supremamente paisa, rodeado de cafetales. Me gustan su casonas típicas del eje cafetero, y recomiendo visitar la Casa de la Cultura, para conocer desde el primer radio que llegó al pueblo hasta la exposición de fotos de las reinas, los boxeadores,  y los personajes típicos del pueblo, entre otras cosas. También vale la pena visitar el Jardín Botánico y comer bandeja paisa al frente de la plaza principal.

Viajar según Gabo

Viajar es marcharse de casa, es dejar los amigos

es intentar volar;
volar conociendo otras ramas
recorriendo caminos
es intentar cambiar.

Viajar es vestirse de loco
es decir «no me importa»
es querer regresar.
Regresar valorando lo poco
saboreando una copa,
es desear empezar.

Viajar en sentirse poeta,
escribir una carta,
es querer abrazar.
Abrazar al llegar a una puerta
añorando la calma
es dejarse besar.

Viajar es volverse mundano
es conocer otra gente
es volver a empezar.
Empezar extendiendo la mano,
aprendiendo del fuerte,
es sentir soledad.

Viajar es marcharse de casa,
es vestirse de loco
diciendo todo y nada en una postal.
Es dormir en otra cama,
sentir que el tiempo es corto,
viajar es regresar.

Gabriel García Márquez

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Las ventajas de viajar solo

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Cuando una mujer decide viajar sola por primera vez, la mayoría de la gente piensa que está deprimida, y/o triste y/o loca. También creen que será muy peligroso, pero sobretodo, muy, muy aburrido.

En mi caso, confieso que sí me dejé llenar de pánico antes de hacerlo por lo que todo el mundo decía. Temía enfrentar un lugar nuevo sin tener cerca a alguien conocido, y pensaba en todos los peligros que podían existir. Por supuesto también temía encontrarme cara a cara con la soledad y el silencio, sin embargo, ignoraba cuánto necesitaba algo así.

Especialmente, porque el entorno en el que estamos habitualmente genera demasiado ruido en la cabeza por medio de multipantallas (celulares, televisores, computadores) que nos distraen mucho de nosotros mismos, y por el contrario, propician la necesidad de aprobación de cada uno de nuestros actos a través de likes y followers, simulando que estamos menos solos. Nos hace sentir perdedores si no estamos cada viernes en una gran fiesta rodeados de gente. Nos hace odiar sentirnos vulnerables, débiles e imperfectos, cuando en realidad, todos lo somos de alguna u otra manera, por más que nos empeñemos en ocultarlo.

En esa medida, cuando uno viaja solo es más vulnerable al entorno que nunca,  pero precisamente eso permite desarrollar ciertas habilidades  y aprender muchas cosas.

Primero que todo, viajar así enseña que estar con uno mismo es absolutamente divertido y necesario, y que si no se es capaz de pasarla bien estando solo, disfrutando y amando sinceramente lo que uno es, mucho menos lo harán los demás.

También permite conocerse y ver con claridad lo que realmente se quiere hacer, porque todas las decisiones las tomas uno, sin tener que consultarlas o pedirle permiso a nadie. Eso, en consecuencia, ayuda a desarrollar un instinto único, como un sentido de supervivencia, que incrementa la recursividad y la observación.

Y aunque todas las decisiones las tomas uno, viajar solo enseña a ser humilde y admitir  que nadie se las sabe todas, y que siempre vamos a necesitar de los demás, de lo que saben, de lo que pueden hacer por nosotros, y eso genera mucha mas empatía y tolerancia a otras maneras de ver el mundo, y a respetarlas mucho.

Ahí es cuando uno se da cuenta que realmente nada era tan peligroso como se imaginaba, y se termina sorprendiendo de que la gran, gran mayoría de la gente es buena, y brinda su ayuda simplemente porque le nace.

En ese momento uno entiende que aunque siempre hay que estar alerta, vale la pena confiar en las cosas buenas del mundo  y  valorarlas, ser agradecido por ellas. Y por supuesto, eso hace que sea más fácil conectarse con el entorno y con personas que probablemente son muy diferentes, pero que también están en su propio viaje, y de algún modo se identifican con uno.

En conclusión, cuando uno viaja solo aprende a disfrutar el tiempo consigo mismo de una manera que no esperaba, se vuelve más independiente, comprueba que era capaz de muchas cosas, abre su mente y adquiere una nueva perspectiva del mundo, a parte de llenarse de nuevos amigos y nuevos planes por el camino.  Por eso, viajar solo no es nada triste ni aburrido.

Este es un bonito recorrido para probar viajando solo: Cartagena – Volcán del Totumo – Barranquilla – Palomino – Cabo de la Vela – PuntaGallinas – Taganga – Santa Marta

 

De por qué me enamoré del Pacífico

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Con los lugares pasa lo mismo que con cuando uno conoce a una persona: hay unas que gustan a primera vista, otras que no resultan tan interesantes; algunas que uno va aprendiendo a apreciar poco a poco, y están esas con las que se siente una empatía y un «feeling» total, que tienen una energía muy especial, y atrapan.

Precisamente, a mí me pasó lo último con el Pacífico, a pesar de que no es uno de esos lugares que suele gustarle a todo el mundo, pues el clima es bastante húmedo y lluvioso, y la primera impresión al llegar al puerto de Buenaventura, es que es un lugar caótico y sucio.

Sin embargo, apenas uno se da la oportunidad de hablar con la gente, entiende el sitio tan maravilloso en el que está. De hecho, a riesgo de caer en estereotipos, creo que las personas de esta región de Colombia son probablemente las más humildes, amables, sencillas y alegres que he conocido. Y tal vez esté exagerando al decir que la música del Pacífico, y ese sonido único de la marimba chonta, y ese ritmo cargado de sabrosura, alegría y tristeza a la vez, son capaces de alejar cualquier mal.

Y tal vez vuelva a caer en el mismo error que no quiero evitar, al plantear que ir al Pacífico puede ser como realizar 5 viajes en uno, acompañados del sabor único de la comida de mar, que sólo la gente de esas tierras sabe preparar y de una gama de colores y paisajes tan impresionantes, que incluso, es difícil exagerar.

1. Avistamiento de Ballenas. Sinceramente, una de las cosas más hermosas que cualquiera puede vivir es adentrarse en lancha a las aguas del Pacífico (a un par de horas de Buenaventura por vía marítima) para presenciar de cerca a las ballenas jorobadas, que escogen cada año el mar colombiano para dar a luz a sus pequeños ballenatos.

Verlos saltar y jugar con todo su peso, con esa inmensidad y esa inocencia, es un milagro de la naturaleza , que cuando uno tiene la oportunidad de ver con sus propios ojos, solo puede gritar de emoción, y sentirse absolutamente minúsculo y afortunado

2. Ladrilleros. La playa del Pacífico es bien particular , pues no es dorada y perfecta como la del Caribe, con un hermoso mar azul; por el contrario, en su mayoría es tierrosa y muy gris. Sin embargo, eso pasa a segundo plano cuando uno se bañ en ella, viendo un atardecer absolutamente espectacular, mientras toma arrechon, tumbacatre, 7 polvos, o alguna de las bebidas afrodisíacas de esta tierra maravillosa llena de melanina y «flow», escuchando de fondo salsa de la buena, de la que nace ahí, de la que aprenden a bailar los lugareños desde pequeños, con un «tumbao» difícil de igualar.

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3. La Sierpe. El Pacífico puede ser tan azul, gris o en el caso de la Sierpe, tan verde como se le de la gana. Uno de los lugares más hermosos para conocer en esta zona es esta cascada de agua dulce que se junta con el mar, formando un pozo bellísimo rodeado de vegetación, en donde pudimos observar, entre otras cosas, un pequeño lagarto que caminaba sobre el agua y unos insectos similares a las luciérnagas, iluminando a plena luz del día. Toda una ambientación que me hizo sentir con en la película Avatar.wpid-wp-1413860170820.jpeg

4. Paseo por el manglar. Es difícil describir lo que se siente hacer un paseo en canoa, en medio de una selva tan majestuosa y llena de sonidos que uno no sabe de donde provienen, pero parece que en cualquier momento algo pudiera salir de la nada y saltar al bote para devorarse a los turistas. Hasta los árboles gigantes con las raíces completamente salidas de la superficie, parece que fueran a empezar a caminar. Realmente mágico.

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5. La Barra. Sin lugar a duda mi playa favorita. Y lo es porque es completamente diferente a todas las playas que he conocido. Porque tiene la arena mas suave del mundo color gris clarito, que combinada con el cielo blanco te hace sentir como en el limbo, como caminando en medio de la nada. Porque se siente una paz indescriptible, que solo se puede experimentar en un lugar tan vírgen, tan recóndito. Es como un paraíso secreto del que uno no se quisiera ir.

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Recuerdo el partido de fútbol con los niños en la playa, las conversaciones con don «Cerebro», los morenazos bailando salsa afuera de la discoteca, los caracoles gigantes, los clavados en la Sardinera, las conversaciones con Diana en el muelle de Chucheros, las sonrisas de la gente, el «Ay amigo!» con ese tonito Pacífico, y me doy cuenta que una parte de mi se quedó allá, y cada vez que escucho canciones como esta, me juro a mi misma que tengo que volver como sea.

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