Primer día en China

Apenas aterricé en Beijing sentí una sensación desconcerante. Como una mezcla de  miedo y ansiedad por hacer todo bien y no meterme en problemas, como siempre lo hago, pues no quería terminar en el programa «preso en el extranjero» o algo similar debido a algún error estúpido. 

Quería con todas mis fuerzas recoger la maleta donde era, responder correctamente cuando me preguntaran el motivo de mi viaje, y que alguien me estuviera esperando afuera del aeropuerto y me reconociera. Y sobretodo, esperaba que ese alguien no fuera un sicópata, entendiera lo que yo decía, y me llevara sana y salva a donde tenía que ir.

Era la primera vez que salía oficialmente de Colombia, y deseaba que el mundo no me tragara, porque si todo salía mal ya era muy difícil echarme para atrás, devolverme o buscar ayuda en un lugar donde no entendía ni una sola palabra hablada o escrita. Donde toda la gente se veía tan diferente a mí.

Afuera del aeropuerto me estaba esperando  un chino mas alto y acuerpado del promedio, vestido con camiseta y bermudas, y tenía un cartel con mi nombre. Nos presentamos, me dijo que se llamaba Guo, y me ofreció una botella de té frío que no me quise tomar (por miedo a que me emburundangaran o algo así). Llegamos a su carro y antes de subirme les tomé un montón de fotos a él y a la placa con puras excusas pendejas, siguiendo los consejos que mi hermano me dió después de que vió una película que se llama Búsqueda Implacable.

Ya en el carro, empezamos a hablar en inglés las cosas típicas cuando uno acaba de conocer a alguien; y después, cuando pensé que me iba empezar a preguntar sobre los famosos problemas de narcotráfico de Colombia, me fué soltando un «Do you like soccer?» 

-Of courseeee!- le grité, y me dijo emocionado que había visto cada partido del Mundial, y que era fanático de la Selección Colombia, que le gustaba mucho como jugaba «James Lodliguez», que era gol de Yepes,  y que Brasil nos había robado el partido. Incluso, me enseñó dos o tres palabras en mandarín para referirnos al arbitro. (De hecho, el me  ha enseñado casi todo lo que sé del  idioma, porque es mi profesor de mandarín).

Resulta que los chinos, (y en especial, Guo) son muy aficionados al fútbol, incluso le pagan frecuentemente a los ganadores de la Champion League y a los mejores equipos del mundo para que vayan a jugar al estadio de Beijing.

Luego de más o menos una hora de camino viendo edificios impresionantes, semáforos raros, uno que otro carro que parecía salido de una tira cómica, carriles grandísimos para bicicletas, y carteles y vallas que no entendía (lo cual me hacía prácticamente inmune a cualquier aviso publicitario), llegamos a unas oficinas que quedaban en un barrio con unos callejones muy angostos y como en obra gris. Eran los típicos hutongs chinos, que en ese momento me causaron un poco de miedo, pero que ahora amo recorrer y fotografiar cada vez que tengo la oportunidad.

Ya en las oficinas, me recibieron dos chinas jovenes y amables, que en un gesto de ternura y curiosidad, lo primero que hicieron fue cogerme la cara y el cabello, y darme un «Welcome!» con una gran sonrisa. Después, me invitaron a almorzar a un restaurante cerca y pedí noodles,  porque me daba miedo comer algo desconocido para mi, como lo que ellas me ofrecían insistentemente de su plato, algo que parecía un burrito, y que casualmente estaba hecho con carne de burro.

 -«No, thanks».

Una hora después, una de ellas me acompañó a la estación del tren para irme a Cangzhou.  El lugar estaba muy lleno de gente, que con total frescura trataba de meterse sin hacer fila para pasar los torniquetes. Parecía un comportamiento completamente normal entre ellos, y la verdad para mí no es que fuera tan extraño.

Entonces ahí continué sola con mis maletas hasta que encontré mi  tren, pero antes de subirme paré un momentico para tomarle una foto a la estación. Es que era la primera vez que estaba en un lugar como ese, y me pareció muy cinematografico. Me imaginaba montones de despedidas románticas desde la ventana (eso pasa por perder el tiempo viendo tanta película) y me encantaba como lucían los guardas uniformados ahí, tan serios e inamovibles al frente de cada vagón.

Ya en el tren todo el mundo me miraba, algunos murmuraban, y yo no entendía nada. Al comienzo me sentía incómoda y me daban ganas de gritarles «que, soy o me le parezco?», pero a la media hora me dejó de importar, y afortunadamente me acostumbré rápido, porque era una escena que se iba a repetir cada día desde ese momento.  Después de dos horas y media de recorrido, un señor me dijo a punta de señas que ya era momento de bajarme.

Una mujer muy amable que me vió muy encartada me decía «don woly, don woly» mientras me ayudaba a empujar las maletas hasta la salida de la estación, donde me esperaba Liu con un cartelito. Luego de saludarlo me dí cuenta que de inglés solo sabía un par de palabras muy mal pronunciadas, y que todo en los próximos meses iba a ser un poco más complicado para mí de lo que imaginaba.

Me subí en su camioneta BMW automática, y después de una hora de recorrido (parece redundante, pero todo en China se me hizo tan lejos) llegamos a un restaurante elegante en donde habían varios platos exhibidos. Él me hizo señas de que escogiera lo que me gustaba y sin dudarlo escogí pescado.

Después de cenar llegamos a unos edificios a las afueras de Cangzhou cuyos interiores, al igual que los hutongs, parecían en obra gris, y no combinaban para nada con la camioneta. Sin embargo, cuando abrió la puerta de su apartamento todo volvió a tener sentido. No sé a que se debe el poco interés de los chinos en pintar las fachadas y los interiores de algunos edificios residenciales y casas, pero contrastan  arbitrariamente con los imponentes edificios corporativos que se ven por aquí.

Entonces me presentó a toda su familia,  y me mostró mi cuarto. La cama, el baño, todo me pareció gigante, y hasta excesivo. Como ya era de noche, me sugirió que descansara y me acostara a dormir, que mañana hablábamos bien.

Ya han pasado tres meses desde ese dia, y lo que en ese momento me pareció completamente extraño e intimidamente, hoy es solo una de las muchas anécdotas inverosímiles, duras, chistosas y también encantadoras que me ha regalado China.  Un lugar, que  me ha hecho retarme cada instante conmigo misma, y entender el mundo de un modo diferente: imposible si no, pues vivir con una familia china que no habla inglés, en una pequeña provincia musulmana donde uno es el único extranjero puede ser una experiencia tan extrema como enriquecedora para cualquier persona como yo, que viene del otro lado del mundo.

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